Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
1. La ciencia divina y la ciencia humana de Cristo

El acto de conocer del Verbo en cuanto Verbo es común a las Tres Divinas Personas, como es común todo lo que existe en la Trinidad fuera de la relación de oposición. Se trata de la ciencia increada. Pero también existe en Él una ciencia creada. En este tema dedicamos nuestra atención exculivamente a ella.
La afirmación de un conocimiento humano en Cristo es patente en todo el Nuevo Testamento (cf. p.e., Lc 2, 52). Cristo, aprendió por sus padecimientos la obediencia (Hb 5, 8). Como subraya el Concilio Vaticano II, el Hijo de Dios "trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre"*..El temor a la libertad humana de Cristo llevó a Apolinar de Laodicea a negar que tuviese alma intelectual y, en consecuencia, auténticos actos humanos de entender, auténtico conocimiento humano. La Iglesia, como ya se ha visto en temas anteriores, defendió la integridad de la naturaleza humana de Cristo, condenando el apolinarismo. Pertenece, pues, a la fe cristiana que existe en Cristo una inteligencia humana, correspondiente al alma racional que posee. Esta inteligencia, a su vez, no está despojada de la actividad que le es propia, como queda patente en la enseñanza del Concilio III de Constantinopla **..
Al estudiar la ciencia humana de Cristo, los teólogos se preguntan si Cristo, aún durante su caminar terreno, gozó de los tres modos de conocimiento a los que, al menos con capacidad obediencial, está abierta la inteligencia humana.
La mayor parte de los teólogos a lo largo de los siglos han admitido que Cristo poseía la visión intuitiva de la Divinidad a la que se refiere S. Pablo con la expresión de ver a Dios cara a cara (Cf 1 Cor 13, 12) y S. Juan al decir que conoceremos a Dios tal como Él es en sí mismo (Cf 1 Jn 3, 2). Una de las razones más poderosas para afirmar la existencia de este conocimiento en Cristo se encuentra en aquellos textos del Nuevo Testamento en los que se habla de que el Hijo ha visto al Padre, da testimonio del Padre (cf. p.e., Jn 3, 11 y 32; 6, 46; 8, 38 y 55). Expresiones parecidas se encuentran en el evangelio de S. Mateo: Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo (Mt 11, 27).
Estos textos y otros de carácter similar parecen dejar fuera de duda que el poder revelador de Cristo no tiene su origen en una revelación que, a su vez, Cristo hubiera recibido, sino en su conocimiento directo del Padre. Al revelar, Jesús da testimonio en sentido estricto: testifica de lo que ha visto.
La primera afirmación explícita de que Cristo veía a Dios durante su caminar terreno pertenece a S. Agustín***. Sin embargo, aunque los Padres anteriores no hablen explícitamente de la existencia de este conocimiento en Cristo, nunca hablan de Él como como de alguien que camine en el claroscuro de la fe.
La plenitud de santidad y gracia existente en Cristo parece exigir también este conocimiento directo de Dios. En efecto, la visión de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de santidad, sino que es en sí misma la suprema unión del alma con Dios.
La ciencia humana de Cristo incluye, como es lógico, el conocimiento adquirido. Por ciencia adquirida se designan aquellos conocimientos que el hombre adquiere por sus propias fuerzas, a partir de sus sentidos; es esa ciencia de que habla p.e., San Lucas mostrando a Jesús adolescente que crece en sabiduría, edad y gracia (Cf Lc 2, 52). Se trata de un conocimiento experimental, que progresa con los años, el esfuerzo y la experiencia. Hablar de este conocimiento adquirido en Cristo —y, por tanto, progresivo—, es consecuencia del realismo con que se acepta la Encarnación del Verbo.Grandes teólogos como San Buenaventura, Escoto y Suárez e incluso Santo Tomás joven, negaron que Cristo tuviese una auténtica ciencia adquirida. "Aunque hubo un tiempo —escribe Santo Tomás ya al final de su vida— en que yo mismo opiné otra cosa, no se puede afirmar que Cristo no poseyera una ciencia adquirida. Una tal ciencia es proporcionada a la naturaleza humana no sólo por parte del sujeto que la recibe, sino también por parte de la causa que la produce; pues tal ciencia se atribuye a Cristo por razón de su entendimiento agente, el cual es connatural a la naturaleza humana" ****.
A pesar de ello, Tomás de Aquino se resiste a aceptar que Cristo haya recibido verdaderamente una enseñanza por parte de nadie. En consecuencia, se ve necesitado a restar importancia a aquellos textos del NT en los que el Señor pregunta, muestra admiración etc., siguiendo la exégesis de Orígenes, según la cual Cristo preguntaría no para saber algo, sino "para enseñar preguntando" *****. Aunque en algunos de estos lugares Jesús, como es habitual en el lenguaje humano, pregunta sin realizar una auténtica interrogación (cf. p.e., Mt 8, 26; 9, 4), y en otros lugares el mismo evangelista advierte que Jesús pregunta no como quien no sabe, sino pedagógicamente (cf. p.e., Jn 6, 5), en otros textos (p.e., Mc 6, 38; 11, 13; Lc 8, 30), parece mostrarse a un Jesús que pregunta queriendo saber algo. Negarle a Cristo hombre, a Jesús niño, la posibilidad de ser enseñado verdaderamente implica negar que aprendiese de su Madre, como los demás niños, el habla, las costumbres de su pueblo, etc. Es decir, en cierto sentido, significa limitar la maternidad de María sobre Jesús y la profunda realidad de la encarnación.
* Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 22.
** Cfl l DS 151. Cfl l . San Dámaso, Epist. ad Episcopos orientales, Ds 149.
*** Cfl l San Agustín, De diversis quaestionibus, 88, q. 65, PL 40, 60.
**** Sto. Tomás de Aquino SThIII, q. 9, a. 4, in c.
**** Cfl l Sto. Tomás de Aquino STh III, q. 12, a. 3, ad 1.