Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
5. Impecabilidad y libertad de Cristo

Es de fe que Cristo tuvo libertad humana y libre albedrío. En efecto, la libertad pertenece a la integridad de la naturaleza humana, pues a la existencia de inteligencia y de la voluntad sigue necesariamente la capacidad de elegir.
La existencia de libertad humana en Cristo y de su capacidad de elegir no sólo se encuentra implícita en aquellos lugares en los que se afirma que Jesús es hombre perfecto, sino también en aquellos otros en los que se dice que Cristo obedeció a su Padre o que mereció por nosotros (Cf p.e., Fil 2, 5-11; Jn 5, 30). En efecto, sin auténtica libertad es imposible obedecer y merecer. También para merecer se requiere gozar de libre albedrío, es decir tener voluntad libre de coacción externa y de necesidad interna.
Consecuencia de la unión hipostática, de la santidad sustancial y de la infinitud de gracia habitual es la afirmación unánime en torno a la ausencia de pecado en Cristo —la impecancia— y a su incapacidad de pecar, su impecabilidad.
La Sagrada Escritura afirma explícitamente que Cristo no cometió pecado. ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8, 46). El es el Cordero inmaculado (1 Pet 1, 19); que quita el pecado del mundo ( Jn 1, 29). El es el sacerdote santo, igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4, 15), que se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios (Heb 9, 14). A quien no conoció el pecado, (Dios) le hizo pecado por nosotros para que en El fueramos justicia de Dios (2 Cor, 5, 21). (Cf también 1 Pet 2, 22; 1 Jn, 3, 5).
Dada la unanimidad existente en esta cuestión, las intervenciones del Magisterio son muy escasas, y se limitan a la afirmación de la ausencia de pecado en Cristo. Jesús, por haber ignorado todo pecado, "no tuvo necesidad de ofrecer la oblación en favor de sí mismo" *: "fue concebido sin pecado, nació sin pecado, y murió sin pecado" **. La ausencia de pecado en Cristo, se entiende a la luz de tres realidades fundamentales: la unión hipostática, la santidad de Cristo, y su misión de Redentor.
He aquí algunas de las principales razones: 1) Las personas son las que responden de las acciones realizadas a través de su propia naturaleza; si Cristo hubiese cometido pecado, sería la Persona del Verbo la que habría pecado a través de su naturaleza humana; 2) La santidad infinita de Cristo es incompatible con cualquier sombra de pecado; 3) Finalmente, su misión de Redentor —es la argumentación que hemos visto usada por el Concilio de Éfeso—, era contraria a que Cristo cometiese pecado. Él es el sacerdote santo que no necesita ofrecer víctimas y sacrificios por sí mismo, sino sólo por sus hermanos, y no hubiese sido modelo perfecto si hubiese habido pecado en Él***.
Afirmar la impecabilidad de Cristo, lleva inevitablemente a plantearse la cuestión de su libertad. ¿Cómo puede decirse que Cristo era absolutamente impecable en razón de su propia Persona y al mismo tiempo poseía una auténtica libertad humana?
Es al hilo de la libertad obediente de Cristo en su muerte como se ha acostumbrado a plantear y resolver la cuestión de cómo se conjugan en Cristo libertad e impecabilidad: si Cristo era impecable, ¿cómo podía desobedecer? Y si obedecía sin poder desobedecer, ¿cómo se puede decir que fuese libre en su muerte?
La cuestión pareció tan insoluble a importantes teólogos, que algunos de ellos procuraron eludirla. Sin embargo, conviene afrontarla con la humildad de quien se sabe ante el misterio, pero también con la certeza de que los dos extremos de la cuestión —libertad e impecabilidad de Cristo— pertenecen a la fe.
La aceptación libremente obediente de la muerte por parte de Cristo presenta especial dramatismo por la dureza de la muerte; sin embargo, la dificultad para unir libertad e impecabilidad es siempre la misma en cualquier momento de su vida. En efecto, Cristo fue libre e impecable a la hora de cumplir los preceptos divinos y la misma ley natural a lo largo de su caminar terreno. Por esta razón, libertad y obediencia en la muerte no son más que un momento más de ese misterio con que se unen en Cristo lo humano y lo divino.
Los caminos de solución para esta aparente aporía se encuentran, en primer lugar, en la siguiente consideración: el pecado no pertenece a la naturaleza humana, sino que ha sido introducido en el hombre contra esta naturaleza. De igual forma que el error ni perfecciona la inteligencia, ni es conforme a ella, aunque es señal de que existe la inteligencia, también el pecar, ni perfecciona la libertad, ni es conforme a la naturaleza de la libertad, aunque muestra que el hombre tiene libertad.
La libertad se manifiesta en la elección, pero el poder elegir entre el bien y el mal no es esencial en el acto libre. La esencia de la libertad está en el modo de querer: en querer sin que la voluntad sea movida más que por sí misma.La voluntad es libre cuando no es movida necesariamente ni por la inteligencia ni por ningún otro factor interno o externo. Siendo el bien el objeto propio de la voluntad, no hay contradicción entre ser libre y no poder elegir el mal: lo que hay es, precisamente, perfección de la libertad.