2. LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

2. La predicación y los milagros de Jesús

Jesús curando al ciego de Jericó (Poussin)

Los evangelios presentan la actividad de Jesús durante su vida pública centrada en la predicación. Se trata de una actividad doctrinal intensa, que Jesús confirma con los milagros. El magisterio de Jesús goza de una autoridad que está por encima de toda autoridad humana. Así se ve con especial fuerza en el Sermón del Monte.

Jesús enseña e interpela con autoridad propia: El reino de Dios está cerca; convertíos y creed al evangelio (cf. Mc 1, 15). Jesús —se dice también— proclama el evangelio (cf. p.e., Mt  4, 23; 9, 35; 24, 14; 26, 13; Mc 1, 14; 13, 10; 14, 9, etc.). En el lenguaje ordinario se designa con esta expresión la publicación de los decretos que afectan a toda la nación hecha por el pregonero autorizado; al aplicarlo a la predicación de Jesús se está subrayando la legitimidad de quien predica y la trascendencia del mensaje.

Este mensaje tiene como tema primario la predicación del reino de Dios (cf. p.e., Mt 4, 23; 9, 35), que es el evangelio de Dios (Mc 1, 14). El mensaje del reino incluye la liberación del poder del demonio, del pecado y de la muerte. La predicación de Jesús es ya en sí misma parte esencial de la salvación que viene a traer a los hombres, precisamente porque a través de la fe que suscita, engendra el verdadero conocimiento de Dios y de su voluntad salvífica.

Los milagros obrados por Jesucristo, en su conjunto y de algún modo cada uno en particular, presentan un marcado carácter de signos, en los que se encuentra una "polivalencia" de significación y eficacia salvadora, relacionada con el misterio de su Muerte y Resurrección.

En primer lugar, los milagros son signos del amor divino, en cuanto que son hechos que proceden del amor humano de Jesús —amor humano de Dios—, que se apiada del dolor y de la miseria humana (cf. Mt 11, 28; Mc 6, 34; Lc 7, 13; etc).

Un segundo aspecto es su carácter de signos de la llegada del Reino mesiánico. En efecto, como había sido anunciado (cf. Is 35, 5-6; 26, 19; 29, 18), Cristo da vista a los ciegos, hace hablar a los mudos y oír a los sordos, resucita a los muertos, expulsa a los demonios (cf. Lc 4, 16-22;  Mt 12, 28, etc.).

Los milagros son también signos de la verdad de la enseñanza de Jesús, en cuanto que confirman que Él procede de Dios (cf. Mc 16, 20; Jn 2, 23; 3, 2; 9, 33; etc.), de modo análogo a como en el Antiguo Testamento los milagros eran señales de la misión divina de Moisés (cf. Ex 3, 12; 4, 1-9; 14, 31), y de los profetas (cf. p.e., el caso de Elías: 1 Re 18, 36-39); y de modo análogo a como los milagros serán también señales de la autenticidad de la predicación apostólica (cf. Hech 14, 3).

Es más, los milagros de Cristo se presentan no sólo como signos de que Él es enviado por Dios, sino también como revelación de su divinidad, concretamente de su relación única con Dios Padre, pues sus obras son comunes (cf. Jn 14, 10-11): Aquél que revela a Dios como Señor de la creación, cuando realiza los milagros con su propio poder, se revela a sí mismo como Hijo consustancial al Padre e igual a El en el señorío sobre la creación.

En los milagros del Señor, se anuncia la realidad sacramental de la economía cristiana, por su conexión con la gracia que libera del pecado (cf. Mc 2, 9), y por su prefiguración de los sacramentos de la Iglesia: (cf. p.e., la multiplicación de los panes anterior a la promesa de la Eucaristía (Jn 6).

Además de su carácter de signos, los milagros de Jesús son ya en sí mismos una realidad de salvación, pues esta abarca —al menos en su estado definitivo escatológico— la plena liberación de todo mal y de todo sufrimiento (cf. Ap 21, 4), plena liberación que, en forma limitada, anticipa el milagro, como acontecimiento del Reino.

Finalmente, los milagros remiten, como signo anticipado, a lo que es el signo y el milagro fundamental: la resurrección de Jesús; y al mismo tiempo, desde la resurrección del Señor, estos milagros adquieren su más profunda dimensión. En la Sagrada Escritura la actividad taumatúrgica aparece tan estrechamente entrelazada con la vida de Jesús que le es inseparable hasta el punto de que un Jesús, que no fuese taumaturgo, no sería el Jesús de los evangelios. También los milagros —al igual que la resurrección a la que apuntan— son manifestación del misterio de Cristo: de su naturaleza divina y de su misión de Redentor.