Es más fácil reprimir el primer capricho que satisfacer a todos los que lo siguen. -Abraham Lincoln- Una mente madura tiene muy diáfana la línea imaginaria que distingue claramente entre «deseo» y «necesidad». Pero es bastante frecuente ─yo diría que cada día más─ encontrarse con personas que confunden ambos conceptos. Un deseo es algo que «me gustaría» ver cumplido, pero que no necesito. Y una necesidad es algo sin lo cual, realmente, no puedo funcionar. Ese niño que desea chuches y su madre no se las compra, convierte su deseo en una necesidad inventada y, al no conseguir su capricho, estalla iracundo: ─Lo quiero, lo quiero y lo quiero. El egoísmo del niño lo lleva a exigir, mientras que una persona madura es aquella que ha aprendido que la madurez no está en exigir, sino en preferir, porque sabe que la vida ─y los demás─ no están para satisfacer nuestras fantasiosas demandas que, además, no son imprescindibles para ser felices. Cuando somos vulnerables a nivel emocional ─a cualquier edad─, estamos llenos de exigencias que, si no se cumplen, nos llevan al enfado, la depresión o la ansiedad, enfrentándonos, asimismo, al resto del mundo que es el culpable de nuestra infelicidad. Los deseos sanos y equilibrados causan placer, y las necesidades inventadas producen inseguridad, insatisfacción, ansiedad y depresión. Y hay que estar muy vigilantes, porque parece que la naturaleza humana tiene tendencia a crear necesidades ficticias a partir de deseos legítimos. Por eso, para poder madurar como personas, tenemos que evitar esa tendencia, y mantener siempre a raya a esos deseos que nos arrastran a lo que no es necesario. Si los deseos no se cumplen, no pasa nada; no los necesitamos para sentirnos plenos, para disfrutar de nuestras posibilidades. Un filtro eficaz para no confundir los deseos con las necesidades es el amor al criterio que indica san Agustín: Ama y haz lo que quieras. Así, sí. Así tiene vigencia la argumentación del niño: lo quiero, lo quiero y lo quiero.