1. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

7. El hecho de la Ascensión y su valor soteriológico

La ascensión (Tintoretto)

La Ascensión del Señor es un artículo de fe, que aparece en los Símbolos más antiguos como parte esencial de la exaltación de Cristo. En ella se expresa el señorío de Jesús, su plenitud de vida y poder, su potestad de Rey del universo. Puede decirse que el núcleo esencial del contenido de la Ascensión del Señor se encuentra precisamente en  la afirmación está sentado a la derecha del Padre en cuanto participación de Cristo en la soberanía del Padre, que le ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28 18). También la Ascensión —como los demás misterios de la vida de Cristo— está colocada en el Símbolo de Nicea bajo la elocuente advertencia de que fue "por nosotros y por nuestra salvación", es decir, la Ascensión afecta no sólo a la exaltación de Cristo en cuanto tal, sino al ejercicio de su mesianismo.  Como afirma el Concilio Vaticano II, la "obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección y gloriosa Ascensión, misterio con el que muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida"*.

La Ascensión se encuentra descrita en dos relatos de S. Lucas (Lc 24, 44-53; Hech 1, 1-14) y en el final del evangelio de S. Marcos (Mc 16, 19). S. Pedro la presenta en su primer discurso como el término del tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto (Hecht 1, 21-22). En el Nuevo Testamento se encuentran, además, numerosas alusiones a la Ascensión, bien como predicciones (cf. Mt 26, 64; Lc 24, 25-26; Jn 6, 62; 14, 2; 16, 28; 20, 17), bien como acontecimiento al que se alude (cf. Hech 2, 34; Ef 4, 10; 1 Tm 3, 16; Hb  4, 14; 6, 19-20; 7, 26; 9, 24; 1 P 3, 22).

Los relatos de la Ascensión (Mc 16, 19, Lc 24, 44-53; Act 1, 1-14) le dan particular relevancia en cuanto ligada a la última aparición del Resucitado, cerrándose así un período en la convivencia de los discípulos con el Señor. A partir de aquí se inaugura un tiempo nuevo —"el tiempo de la Iglesia"—, en el que se vive con la esperanza y el deseo de que el Señor vuelva. Esa vuelta tendrá lugar al final de la historia. Hasta entonces quizás podrá hablarse de visiones de Jesús, pero no de apariciones en el sentido preciso que se les da en el Nuevo Testamento como acontecimiento en el que se fundamenta la capacidad de ser testigo de la Resurrección**. Estas apariciones de que hablan los apóstoles terminan con la Ascensión.

La Ascensión puede calificarse como la otra cara de la Resurrección. Como tal tiene importancia básica para los hechos salvíficos futuros: es el supuesto previo de la parusía. Es el fundamento de aquel interim de la Iglesia, por su relación con el envío del Espíritu Santo. Es también manifestación de la entrada de Jesús en su gloria, "de su entrada en el Santuario celeste", donde, "sentado a la derecha de Dios", siempre vive "para interceder por nosotros", ejerciendo así en el cielo su potestad regia y sacerdotal.

¿Qué añade la Ascensión a la gloria de Cristo resucitado? ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una primera respuesta podría ser la siguiente: la Ascensión no añadió nada a la gloria del Resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente manifestó la gloria de Jesús ante los discípulos y señaló el final de la presencia sensible de Cristo en la tierra. Se trata de una posible respuesta.

Esta respuesta, sin embargo, parece no hacer suficiente justicia a la importancia que la Ascensión encuentra en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, incluida su liturgia. Aunque en esencia, para Jesucristo, la Ascensión coincide con su resurrección y en este sentido no añade nada a su glorificación, sí tiene importancia, sin embargo, en la historia de la salvación. El Señor alude a ese aspecto salvador de la Ascensión al decir: Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Dios quiso que la misión del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo se hiciera mediante la Humanidad de Jesús, que así es para nosotros fuente de todo bien, de todo don divino y, sobre todo, del Don por excelencia que es el Espíritu Santo. Donando el Espíritu, Cristo se hace Salvador en el sentido más profundo de la palabra. Él puede hacerse presente a todos los hombres con su fuerza salvífica.

Al igual que la Resurrección, la Ascensión es también causa eficiente de nuestra salvación, como argumenta Tomás de Aquino, pues con ella, "en primer lugar nos preparó el camino para subir al cielo, según lo que El mismo dice voy a prepararos un lugar, pues siendo Él nuestra Cabeza, es preciso que los miembros sigan allá a donde los precede la Cabeza, por lo cual añade para que donde Yo estoy estéis también vosotros (Jn 14, 2-3). En segundo lugar, porque la misma presencia de Cristo en el cielo con su naturaleza humana es intercesión en favor nuestro. Por último, porque Cristo, sentado en el trono de los cielos como Dios y como Señor, envía desde allí los dones a los hombres"***.

Con la Ascensión se encuentra ligado lo que la Sagrada Escritura califica como "estar sentado a la derecha del Padre", antigua expresión bíblica (cf. Sal 109, 1) con la que se afirma la potestad regia y el sacerdocio del Mesías. En el lenguaje del Nuevo Testamento, "estar sentado a la derecha del Padre" es la expresión y complemento de lo que se enuncia con la afirmación de la Ascensión: Jesús, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas, hecho tanto mayor que los ángeles, cuanto que heredó un nombre más excelente que ellos (Hebr 1, 3-4). Mediante la Ascensión, la Humanidad de Cristo recibe el efectivo dominio sobre todo lo creado, participando de un modo inefable del mismo poder de Dios, como Señor y Juez universal: "Él es Aquel a quien el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado a su diestra, constituyéndolo Juez de vivos y muertos"****.

Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, dice Jesús en la última despedida de los Apóstoles (Mt 28, 18). Aunque este poder lo tenía ya Jesús en su calidad de Hijo, el efectivo ejercicio de tal poder sobre el universo entero sólo lo recibe, también como premio a su anonadamiento y obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 6-11), en la exaltación. En esta perspectiva, es necesario dar toda su importancia a la exaltación de Cristo de que hablan los textos. Se trata de una auténtica exaltación en la que culmina la vida de Cristo, que "entra en el cielo", como Hijo de Dios con el poder del Espíritu Santo (Rm 1, 4; 1 Tm 3, 16), con una soberanía que se extiende sobre todo el universo (Cf Flp 2, 9-11; Ef 1, 20-21;  Col 2, 15), y que se revelará definitivamente en la Parusía (1 Ts 1, 10; Fil 3, 20). 

Es precisamente en el ejercicio de este poder universal de Cristo donde llega a ser efectiva para nosostros la salvación. Por este poder somos regenerados, hechos "nueva criatura en Cristo"; por este poder se otorgará a los hombres también la resurrección y la gloria. Somos salvados, pues, en la exaltación del Hijo del hombre hasta el punto de que San Pablo puede decir: Con Él nos resucitó y nos sentó en los cielos (Ef 2, 6).

Así pues, a la pregunta de qué añade la Ascensión a la Resurrección parece conveniente dar una respuesta más completa: la Ascensión no añade nada a la Resurrección con respecto a la glorificación de Cristo en sí misma, pero sí añade el estar sentado a la derecha del Padre. Esta expresión no sólo significa estar en el cielo, sino que incluye además el pleno ejercicio sobre toda la creación de su potestad universal de Kyrios. Es precisamente ese ejercicio el que causa nuestra salvación.



* Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5.
** Sólo se asimila a las apariciones primitivas, la aparición a S. Pablo en el camino de Damasco, a la que se refiere en 1 Co 15, 4-8.
*** Sto. Tomás de Aquino STh III, q. 57, a. 6, c.
**** Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 45.