La venida del Espíritu Santo. El Greco

05/06/2014 | Por Arguments

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Fue propio del Maestro apoyar sus enseñanzas o sus acciones con signos materiales o con ejemplos visibles. No nos son ajenos sus modelos que se refieren al campo, al mar, a la naturaleza, al viento, al fuego… “fuego he venido a traer a la tierra ¿y que quiero sino que ya arda?”(Lucas 12, 49). Los exegetas, siempre se han referido a este pasaje que ahora comentamos aludiendo al amor y al ansia de Jesús de otorgar a sus amigos un fuego sanante, purificador, que abrasase en amor a las personas. Y el fuego precisamente es el gran signo de este cuadro. Los hechos de los apóstoles cuentan el suceso. Cronológicamente lo sitúan en una de las grandes fiestas religiosas judías “Pentecostés”, que se celebraba cincuenta días después de la festividad de la Pascua y en la que entre otras cosas se festejaba la cosecha. ¿Qué ha sido de aquel grupo de seguidores del Maestro, testigos de su resurrección? ¿Han cumplido la misión encargada por Jesús poco antes de la ascensión de predicar a todas las gentes? El texto nos dice que los discípulos estaban todos juntos en un mismo lugar. Concretamente en el cenáculo (lugar donde tuvo lugar la última cena). No, aquellos no se habían movido. El Rabbí les habló varias veces tras su resurrección de una manera muy clara: no les dejaría solos: les enviaría un “Espíritu de Consuelo”.(Juan 14,23) Un “Intercesor”(Romanos 8,27). Alguien que haría las veces del Maestro en la aparente soledad en que deja a sus seguidores. Los discípulos –hombres y mujeres- y la madre de Jesús, esperaban ansiosos esa “venida” anunciada por el Nazareno. Entendían que iba a ser inminente, por la insistencia en prometerlo del mismo Jesús, pero nada nos dicen las escrituras de cómo habría de ser el suceso. Así los primeros sorprendidos fueron los mismos discípulos “de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento impetuoso que invadió toda la casa donde se encontraban, y unas lenguas de fuego se repartieron y se asentaron sobre cada uno de ellos”. (Hechos, 2,2) El viento es signo del espíritu, “pneuma” en griego cuyo significado es doble: “aire” y “espíritu”, hálito que anima: alma. El fuego es símbolo de amor, de inteligencia, de instrumento cauterizante. El asentamiento de estas llamas sobre cada uno de ellos indica que el don recibido es personalísimo. El Greco nos pinta una paloma como signo del Espíritu Santo haciendo referencia al ave que apareciera en el momento del bautismo de nuestro galileo. Los discípulos y discípulas, se arraciman en torno a la Madre. Esto se reconoce, pues el Greco encuadra a María en el mismo centro de la escena, bellísima, receptiva y con manto azul. Los reunidos muestran un rostro de sorpresa y, al tiempo, de plenitud. Giran sus ojos hacia lo alto, como si su fin no estuviera ya más en los meros sucesos terrestres sin trascendencia. Lo que acontece después es maravilloso. Un auténtico portento. Aquel fuego ha abierto la inteligencia de aquellos –casi todos- pobres ignorantes, cobardes y miedosos. Y se produce una transformación que va a ser la primera que obre este “Espíritu”. Así, nos relatan los textos que salieron de aquel habitáculo y se pusieron a predicar con ilusión y fuerza todas las enseñanzas oídas de su Maestro, así como a testificar el hecho de su resurrección. Este cambio va acontecer a lo largo de todo el relato del libro de los Hechos de los apóstoles. Ocurrirá después en numerosas ocasiones con personas diversísimas en el mismo centro de los acontecimientos que nos narre Lucas.

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