María de Cleofás, una de las primeras mujeres en ser testigos de la Resurrección

10/04/2020 | Por Arguments

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"Pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María, a ver el sepulcro". (...) "Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor", (Mateo 28)

Soy una de las tres Marías

En los momentos de la pasión y en la resurrección tuve la suerte de acompañar a la madre de Jesús. Soy una de las otras Marías.  Madre de Santiago el menor y Judas Tadeo. Esposa de Cleofás, uno de los discípulos de Emaús.    Jesús trataba a mi familia de una forma muy cercana, íntima diría yo. A todos nos quería a rabiar. Disfrutaba con mis hijos y a mi marido lo quería como un hermano.

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Tuve la suerte de acompañar a la madre de Jesús

Quizá lo mejor que me ha pasado en la vida fue que pude cuidar de su madre aquel viernes tremendo y que fui el domingo a embalsamar el cuerpo de Jesús. Creo que a ninguna mujer le gusta dejar las cosas a medias. Por eso el sábado fue un día de espera un poco larga. Queríamos dejar el cuerpo de Jesús como se merecía. Quizá eso nos sirvió para atenuar el dolor, para hablar de él sin pensar en lo traumático que había sido verlo en la Cruz. Nos distraía pensar en prestarle un último servicio. Deseábamos tener un detalle de cariño y de ternura con él y con su madre. Todas nos poníamos instintivamente en su posición y admirábamos su fortaleza. Siendo frágil y sensible como era había demostrado tener una fe y un aguante como nadie imaginaba. Por eso, aquella mañana ya estaba despierta cuando amaneció. Todas estábamos impacientes y sentíamos algo que no sabría como describir. Salimos las tres Marías, la Magdalena, la madre de Juan y Santiago y una servidora. No decíamos nada. Ya habíamos hablado suficiente el día anterior. No digo que corriéramos, pero claramente no estábamos dando un paseo matutino. Era una carrera contra el tiempo. Queríamos volver a ver el rostro amable y joven de Jesús. La piedra era lo de menos. Ya pensaríamos cuando estuviéramos allí. Quizá en eso de tener mucho corazón es una ventaja porque uno no piensa tanto. Y entonces vino aquella sorpresa. La losa corrida y aquél joven que nos dio la gran noticia: ¡Ha resucitado!

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¡Jesús había resucitado...!

¡Ha resucitado...! ¡No podíamos creerlo! Empezamos a gritar como locas y a abrazarnos en medio de un mar de lágrimas de alegría. Yo creo que aquel joven tuvo que derrochar paciencia porque no le hicimos caso durante varios minutos. Quería darnos un mensaje para los apóstoles pero las tres hablábamos a la vez y decíamos cosas preciosas, inconexas y maravillosas. Las tres nos oíamos y mezclábamos nuestras lágrimas, la risa, la emoción y la ansiedad por correr a contarlo. De repente, dejando al joven un poco plantado, aunque solo nos dimos cuenta después, echamos a correr hacia el Cenáculo. Teníamos que contárselo a todos, teníamos que darles la noticia. Debían saberlo cuanto antes. Yo pensé en Cleofás, que ya hacía planes para volver a nuestra aldea, Emaús. Sin embargo, tengo que reconocer que en el camino me olvidé completamente de él porque de repente se nos apareció el mismo Jesús y nuestro gozo fue completo. No podíamos creerlo. Estaba ahí, más guapo, más joven y más sonriente que nunca. Ahora todavía quería correr más y pensé en la alegría que le daría a la madre de Jesús la noticia.  

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La alegría que vi en el rostro de la Virgen no se puede describir

Al llegar a casa, María Magdalena y María Salomé se fueron a contárselo a los apóstoles. Yo busqué a María y la encontré en su habitación, muy tranquila y con ojos de haber llorado mucho y dormido poco. Estaba preciosa de cualquier modo. Entonces le dije lo que habíamos visto. Lo que vi en su rostro no se puede escribir. La alegría que desprendían no la he vuelto a ver en nadie más. Me dijo que ya había visto a Jesús, que había ido a verla y que era maravilloso lo que había sucedido. Que Dios siempre hace las cosas muy bien y que no sabía como expresar lo que había sucedido. Entonces me dio un abrazo que todavía me dura. Me apretaba fuerte y podía sentir su emoción, su cariño por Jesús y por nosotros, ahora sus hijos. 

Madre mía, alégrate porque Jesús ha resucitado y ayúdame a que yo me llene de tu mismaalegría, la de tenerle ya para siempre conmigo. 

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